A sus 16 años, Nikki Karg marcaba su impronta como defensora del equipo de hockey de su escuela secundaria. Jugaba hockey desde los cuatro años y su sueño cuando estaba en décimo grado era ser una estrella en su universidad, ya la habían estado buscando unas cuantas escuelas.
Su rodilla había estado hinchada y con moretones por cuatro meses, pero su familia no era de las que concurrían al médico por cualquier cosa. Ella asumió que su rodilla había recibido demasiados golpes jugando hockey y siguió el protocolo de terapia física del entrenador del equipo. Protegió su rodilla con un vendaje bien firme y continuó con el habitual juego agresivo que imponía el torneo.
Al poco tiempo, le confesó a su madre que ya no podía aguantar su dolor. La madre la llevó al médico quien la derivó al departamento de oncología del hospital de niños.
Fue la primera vez que Nikki escuchó la palabra “cáncer”. No lo podía admitir, después de todo ella era “la” atleta de la familia y siempre había gozado de buena salud.
A la mañana siguiente escuchó su diagnóstico:
Lo que siguió fue todo demasiado rápido. Su mamá saltó como un resorte y se puso en acción, canceló todo en su agenda de manera de poder estar día y noche con Nikki en el hospital. Nikki había sido totalmente independiente hasta el momento, el tipo de joven que siempre sabe que hacer; sin embargo, durante las sesiones de quimioterapia dejó todo en manos de su madre. Era necesario efectuar un trasplante.
Sus dos hermanas, Jess y Jenni fueron analizadas de inmediato para saber si podían ser donantes. Jenni resultó ser totalmente compatible y comenzó a hacer ejercicio tanto como a ingerir alimentos saludables.
De allí en más y debido a tres reacciones alérgicas a la quimioterapia, Nikki fue recluida en el hospital por el resto del tratamiento aún hasta 30 días después del trasplante. Durante este tiempo de aislamiento a menudo buscaba refugio en su diario personal.
Mirando atrás en el tiempo, ahora que pasaron ya cinco años, Nikki dice que debiera haber tenido un sinceramiento con su yo de 16 años.
Se hubiera aconsejado evitar todo tipo de redes sociales. Ver a sus amigos divirtiéndose había resultado definitivamente difícil para ella. Hubiera permitido a su trabajadora social hablar con ellos. También se hubiera permitido conocer a otros pacientes en el mismo piso del hospital.
“Me negué a conocer a otros porque mi pelo se había caído y estaba gorda por los esteroides. Sencillamente no era yo,” dice Nikki, “y eso me asustaba.”
Más allá de todo eso, me hubiera aconsejado poner de lado mi disgusto por ser el centro de atención ya que, de todas maneras, pasar por eso sola no era nada por lo que sentirse orgullosa.
“Siento que los pacientes necesitan ser empujados a entender que tan importante resulta conectarse con gente que está pasando lo mismo que uno mismo, ya que nadie más puede entenderlo.”
Nikki ha convertido en misión el hacer la vida más fácil tanto para los niños que han enfermado de cáncer como también para sus familias. Comenzó por contarles su historia, cosa que hace de buen grado cada vez que le preguntan.
Ella comparte su historia para ayudar a la gente a entender que nunca podrían comprender por lo que alguien está pasando. Les cuenta su historia a pacientes con cáncer para inspirarlos a continuar con su batalla. También lo hace en eventos para recaudar fondos para investigación médica y para ayudar a familias que deben cuentas exorbitantes.
Nikki toma muy en serio el hecho de que los niños necesitan ser educados respecto a cómo comportarse con una enfermedad seria que algún amigo podría sufrir. Estará por siempre agradecida hacia el maestro que abogó por ella para que usara algo para cubrir su cabeza; un recuerdo demoledor acerca de que poco la escuela entendía su enfermedad.
Y hay otra razón por la que quiere contar su historia.
Nikki finalmente comprendió que su rehabilitación post trasplante sería difícil. Comenzó con una rigidez en su tobillo que le hacía bien difícil caminar. Después de un chequeo corporal debió utilizar una bota ortopédica. Luego comenzó a sentir la rigidez en su mano y manchas como pecas empezaron a hacerse visibles en su piel; estas últimas se transformaron oportunamente en llagas. No fue hasta ese momento en que fue diagnosticada con la enfermedad de injerto contra huésped. Fue para ella una batalla a largo plazo.
Extrañaba tan terriblemente el hockey que regresar al campo de juego se convirtió en la meta para recuperarse. En el último año de escuela jugó para el equipo de Junior Varsity de ésta y eventualmente participó en el torneo del estado.
Ya en la universdad, la deleitó el hecho de no ser más conocida como la niña que había sufrido cáncer sino como haberse graduado y estar orgullosa de hacer lo que siente como su vocación: trabajar dentro de la comunidad del cáncer.
Ciertamente, una comunidad que Nikki ha creado. Ha hecho amigos que conservará por el resto de su vida. Trabaja en la Pinky Swear Foundation, que da apoyo a familias con niños que sufren cáncer. En palabras de Nikki, “no hay razón para no despertarse sonriendo cuando estas sano. Estar sano no es algo que tengas totalmente asegurado.”
Al día de hoy sigue siendo una apasionada por el hockey, tanto que ha sido entrenadora de un equipo de escuela secundaria los últimos cinco años. Ama el patinaje y hacer ejercicio con sus niñas.
Su hora favorita? La hora del partido!